De un lado quedaron los que dicen que la ley es la ley, lo que aprueban los parlamentos y nada más. Son la mayoría. Han convertido la razón y la naturaleza en "un edificio de cemento armado", sin aberturas al mundo. Del otro lado, minoritarios, cada vez más encastillados, más incapaces de hablar el lenguaje del hombre moderno, los que pelean por el derecho natural, por la justicia no escrita. Muchos de ellos han repetido desde hace décadas sanos principios que no han conseguido abrir una sola brecha en el hormigón del racionalismo. En su boca la palabra naturaleza cada vez se ha hecho más abstracta, y se ha ido alejando del árbol verde de la vida. Pero desde el 22 de septiembre se puede decir, sin exagerar, que el paisaje puede empezar a cambiar gracias al discurso del Papa en el Bundestag.
El Papa ha abierto ventanas que parecían no existir. ¿Cómo? Lo que escribía, a mitad de los años 50, Hannah Arendt en su diario nos puede ayudar a entender en qué ha consistido ese gesto que ha hecho entrar aire fresco en un ambiente cerrado."No creo que la religión pudiera proporcionar en algún lugar o de algún modo, un fundamento para algo tan inmediatamente concreto como son las leyes. El mal ha resultado ser más radical de lo previsto. Para decirlo desde fuera: los crímenes modernos no están previstos en el decálogo". Si el Santo Padre se hubiera limitado a ser un líder religioso que hubiera repetido el decálogo no hubiera indicado un método adecuado para responder al deseo de justicia, para fundamentar la ley y la convivencia entre los hombres. Sobre todo, tras lo ocurrido en el Siglo XX. Tampoco, como ha dicho el propio Papa, hubiera servido que pretendiese imponer "al Estado y la sociedad un derecho revelado". El cristianismo nunca lo ha hecho. El cristianismo siempre "se ha referido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho".